La historia de amor de Frederic Chopin y George Sand está llena de contradicciones, como la vida.
Él, introvertido, delicado, pausado, secreto. Ella, vital, enérgica, intelectual, decidida. Ambos tenían algo en común: eran vulnerables a la belleza.
Cuando se conocieron tenían ya un nombre en la sociedad parisina de mediados del siglo XIX. George Sand era una reconocida intelectual y escritora, Chopin un genio de la música. Y se enamoraron.
Dicen que desde el principio se generó en ellos una relación de dependencia materno filial, que fue tornándose cada vez más fuerte con los años.
Años después, tras su separación, Chopin entraba en el tramo final de su vida. Enterada del inminente final, George Sand acude a casa del compositor a despedirse, pero su hermana no la deja entrar.
Este es el punto de arranque de Los Nocturnos: las palabras no dichas, los abrazos no dados, las miradas perdidas. La no despedida de un amor sostenido en el tiempo.
Los Nocturnos alude no sólo a las sublimes piezas del compositor, sino a la vida en común con la escritora francesa, pasando infinitas noches despierto componiendo una música que convertiría en eterna.
Diría Joaquín Achúcarro: “Bach habla al universo, Beethoven a la humanidad, y Chopin a cada uno de nosotros”.
Y es que cuando escuchamos los Nocturnos de Chopin hay algo de movimiento interno, de caricia, de abrazo esperanzador. Es un contacto directo con el alma.
Porque lo que sucede es que los Nocturnos no son sólo música. Son poesía.